KEITH JARRET: Un hombre visitado por la poesía.
Es difícil ser libre; los
lagartos todavía se arrastran. No vuelan y dibujan gestos alegres, como de un
cisne traído por el viento. Era una época donde
todos vivíamos con un montón de ramas en la boca. Se nos achicharraron las manos;
éramos torpes y algo hambrientos. Después crecimos empuñando los abismos. Se nos juntaron las ojeras. Fue un tiempo que no tenía
nada que envidiarle a los fusiles. Deténganse, dijo el forastero y se murió.
Los años se parecían a una estela de huesos. Los mismos que hoy se peinan los
dientes como diciendo “qué pasó” y ya nadie les cree. Eso me han dicho porque
yo no leo las noticias. Luego comencé a pegarle alaridos a un piano y la gente
nos intentó separar -pensaría que estábamos peleando de verdad y no era así-.
Yo crecí viendo películas de vaqueros, por eso la pistola en la cintura. I shot
the sheriff. Recuerda que así fue nuestra crianza. Por eso yo me rebelé contra
las teclas y les dije: ahora yo soy el algoritmo, y como ellas no me
entendieron, se pusieron en mi contra. Mamaguevo me dijo una. Un Bemol me dijo
que me iba a pegar unos tiros. ¿De dónde tú crees que soy yo? ¿Que yo nací debajo
de las piedras? Yo crecí viendo peleas de navajas. Llegó un momento en que me
paré y le clavé los dedos a los marfiles. Allí fue cuando entendí que el piano
era una mujer. Estaba mansita la madera, me refiero al cajón de resonancia;
cuando yo le decía algo me respondía como tenía que ser, como cuando domaba los
caballos; -si tú les tienes miedo, ellos van a saberlo-. Entonces no tuve más miedo y le
di donde era a la tecla en cuestión y nos quisimos mucho. Les explico, ella era
como de cabellos marinos y se vestía de rosas y yo la amaba mucho pero no se lo
decía. Era como un delfín colgando de un ojo. Pobrecito yo que sufría de
silencio, porque la música tiene que sonar siempre. Las blancas y las negras
suenan con la misma intensidad de las palabras que pronunciaba. Yo nunca había
entendido esto de las manos tan frías y mientras más rápido pasaba el tiempo
más rápida se hacía la espera. Eran días relucidos, días de caminos de
hortensias, y playas embriagadas de son. Cuando la gente me veía pegando poemas
como loco por la calle yo la miraba con alma de lástima; cómo se puede ser
tan ciego; cómo se puede estar enamorado de una serpiente enrollada sobre un
nido de tiempo y no estar loco, me han respondido. Confieso que le acaricié
hasta la última nota donde no hay más nada que hacer sino suspirar como un
vientre encinta. Yo que jamás supe qué es el amor; que anduve perdido sobre una
balsa de tiempo; que no entendí el río de piedra que bajaba por su espíritu. No. Justamente en ese momento yo necesitaba beber agua para no
morirme de sed; buscar unas migajas de pan debajo de los contenedores y a veces
llevarle una. La canción se nos fue poniendo más triste, más triste. Más triste
que un helado en una vidriera, imagínense entonces de qué les estoy hablando.
La pájara del pentagrama entonó una canción de Ed y tenía como 18 años cuando
eso. Se despidió, se llevó cada una de las notas. Se arregló el diente que era
un sí bemol. Ella es la música sin pianista.
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