Poesía: La nada significante 29-35
El
vagón azul
XXIX
Sobre los edificios, las piedras
tenían los zapatos llenos de alquitrán. El desorden en el río atravesaba un
idioma ahogado en mastique. Dos viejas locas, con guitarra y pandereta en
partes iguales, agitaban la mandíbula. Una tejía con los peces, la otra celebraba
el sabor de las milanesas sobre el gas de nuestros ojos.
En la plaza nunca era domingo; jamás
vi el sueño de mis padres. La familia era la brisa en el televisor; soles
trenzados, fantasmas consanguíneos y algunos petroglifos que aún juegan
bowling.
Almorzaban las hojas. Había una forma
secreta de tirar la comida por la ventana. Todos teníamos pechos de paloma para
acercarnos a los jabillos. La sopa llovía sobre los helechos, abajo en el
apartamento de la vecina lisiada; luego me escondía detrás de las persianas
como una foto.
Crecí huyéndole a las alcaparras. A
veces regresaba del liceo con un hambre bestial y no desperdiciaba los panes de
oraciones. Una mañana bajé tocando timbres, con giros de tempestad por las
escaleras y no volví nunca, más nunca.
XXX
So
lonely, bajo la lluvia, se desprendía del techo.
No estaba tan despoblado como pensé; a las rejas le sobraban acordes; fumamos.
Aquello fue una guerra de cabellos contra las nubes; aprendí temas con las
manos entumecidas.
Subí el alquitrán. La metropolitana
me detuvo por traficar con el aire de la armónica. Estuve arrestado bajo las
tinieblas; los fantasmas revisaron los ruedos en busca de algún tac de perico;
el borde de las gorras; las fosas nasales. Si
vienen los perros se los van a comer.
Saqué mis dientes en la cédula y llamaron
por teléfono para que alguien despertara al mundo. Siempre tuve un planeta
oculto en el pequeño envase de los rollos; de allí salían como veinte
fotografías por cada semana.
Un gato descontento no es un
puercoespín; se parece más bien a la rebeldía de los cadillos. Deberían
romperles los cascos a estos hijos de puta contra sus propios dientes, dígalo;
están pagando ochocientos.
Ortega y Gasset fue un niño
maltratado, yo lo leí; conversaban dos tipos que vendían café y Astor rojo. No
tengo plata, dame esa cola. Vámonos, vámonos de esta mierda.
XXXI
La tierra se llenó de laberintos.
Unos tenían puertas rojas por donde respirar. En ellos entré y caminé descalzo
como un antílope en las sombras de los toboganes; buhonero del amor.
Junto a mi cabeza estuvo el disco de
Pink Floyd lleno de cenizas. ¿Qué pasó, vas a venir? Hoy no me sé las letras de
aquellas canciones perforadas en mi ombligo. Hoy quiero ser joven como un gol
de chilena. La fusión es ahora.
Otros laberintos tenían forma de
huracán y se tragaron a los artesanos y a los hippies. Allí se perdieron todos
los herederos del rock, los discos y las últimas preguntas.
Luego estuvieron los laberintos
sinuosos. Allí fui reptil. No de los que usan corbata y van a las conferencias
en un frisbee, sino el desastre, el
bulling, el terror de las cotufas en los muebles.
XXXII
Hand
of A’dal
Bebí la miel de los ríos; las almejas
danzaron en mi boca. Fui órgano donde pernoctó el amor. Así se prendieron todas
las deidades en mi casa. Un grafiti era una pared de zancudos arrebatados.
Metí los dientes en el pavimento como
una segueta. Vida entre los labios del agua. Vida bruja, sinuosa, que se rompía
a pedazos encima de las orquídeas. Vida rítmica. Vida para huir de los códigos,
de los asilos. Vida gaseosa.
Mi cuerpo de sol fue hecho con
lienzos de coco; la carne, devastada por la noche. He resucitado mil veces. Conquisté
los movimientos oscilantes de las olas y levanté los ombligos para brindar con
Dios. Las medusas quisieron dormir en el fuego; algún pequeño nombre de héroe
encendió mi cabeza: sin arrogancia, sin engaños, sin meter mis narices donde no
me llamaban.
XXXIII
La
sangre fluye demasiado de prisa
Byron
Me estaba comiendo las estrellas a
través del vidrio. Afuera caía un perro de agua. Las luces me arreglaron la
camisa; una chaqueta de jean; un yesquero. Marqué PB en el ascensor de tu boca.
Eras una canción de Fito Páez. Me enamoré como un gato recién nacido de tus tobillos
bajo la noche. Quiero que sepas que era otra ciudad llena de golondrinas, no
ésta, que dejó a Lorena sin guitarra.
Yo era un Quijote desafiando postes
de luz con un soplete: las manos contra
la pared; el asunto con la cédula y los documentos. El libro no sé dónde
quedó, ni el pedazo de meteorito. Las cervezas se nos olvidaron en el parque.
Tumbamos mangos en una propiedad
privada con una botella; estaban verdes los mangos y a la botella le quedaban como
cuatro dedos. Nos perdimos como una foto. Solo te pude ofrecer pastillas para
el dolor de cabeza y unos poemas fermentados en el bolsillo. No te acuerdas del
color naranja de la calle, ni del viaje en gandola por la cota mil porque ya
estábamos entre los cuadernos.
XXXIV
Tus labios tenían el dulce ebrio de
los nísperos. Nos refugiamos en el vagón azul para descubrir los elementos.
Allí empezó el rito de los sauces alegres; las voces azucaradas; las pastillas.
Los pies durmieron en los cables
junto a los zapatos donde vivíamos. Éramos azules como los hongos. Un camino
con hortensias al borde de la montaña subía por nuestros espejos. La juventud era
una fuerte brisa.
Apaguen ese parque, gritaba el
invierno uniformado; apagamos las velas del cuarto. Tú querías estar siempre descalza
atravesando el rayado de los discos, y por ahí nos fuimos hasta llegar a la
biblioteca. Tus piernas aguantaban mis parpados con el ficus de Laurence Hill.
Tu olor de almendra sedujo a mi lagarto. La piel de pan de tus pechos alimentó
mis sentidos y sació la idea de permanecer para siempre dentro de un haz de
oxígeno. Lo demás es invento de la gente. Fantasmas.
XXXV
Cuando uno no está, desaparecen los
discos, conversan los abuelos, emana un aroma a vino que purifica. Las velas
que encienden al país alumbran la mente. La sal acaricia a los timbales debajo
de nuestro pequeño nombre. Desaparezco.
Cuando uno no está, un hijo nos mantiene
con vida; es el cosmos moviéndose hacia lo infinito; el rap. La humanidad está en
esa partícula que se nutre del amarillo de las mañanas.
Soy una calle que se pierde entre
apamates bronceados. Escucho las olas que se van entretejiendo dentro de los
caracoles; el insignificante espacio que suena dentro de la guarura.
El ron cae como los jobos en el río.
Recojo el nylon y pacto con una bala. La noche la tengo metida en el bolsillo;
el río va a crecer. Un tabaco arde como una serpiente. Voy a comer cualquier
cosa. Hoy es líquido, smog y araguaneyes.
EL CENTRO DEL PIXEL, una selección de poesía inédita del escritor venezolano Carlos Zarzalejo. Parte de su obra poética: poemas en verso y poemas en prosa.
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