Poesía: Perrito de orilla (Road-Side Dog) — Czesław Miłosz | traducción de Carlos Zarzalejo
Czeslaw Milows. Perrito de orilla (Road-side dog)
Traducción Carlos Zarzalejo
Prólogo.
Carlos Zarzalejo
Perrito de orilla, 1998
Me fui de viaje para conocer mi provincia, en una carreta de dos caballos con bastante forraje y un tobo de lata repicando atrás. El tobo era para que los caballos bebieran. Crucé un país de colinas y pinares que daban paso a bosques, donde remolinos de humo se quedaban sobre los tejados como si estos fueran devorados por el fuego, pues eran casas sin chimenea; pasé por distritos de campos y lagunas. Qué sabroso era ir en movimiento, soltarles la rienda a los caballos y esperar hasta que, en el valle siguiente, apareciera poco a poco un poblado o un parque con la mancha blanca de una casona. Y siempre nos ladraba un perro, aplicado en su oficio. Era el comienzo del siglo; este es su final. He pensado no solo en la gente que vivió allí, sino en las generaciones de perros que los acompañaron en su trajín diario, y una noche, no sé de dónde vino, en un sueño antes del alba, se me armó esa frase, graciosa y tierna: un perrito de orilla.
Pelícanos
Me asombra la labor incansable de los pelícanos.
Sus vuelos rasantes sobre la piel del mar,
quedarse un instante en vilo, zambullirse de golpe
por un pez señalado, el chasquido blanco,
todo el día, desde las seis de la mañana.
¿Qué son las vistas para ellos,
qué es océano azul, una palma, el horizonte
(donde, en la bajamar, como naves lejanas,
asoman rocas y arden,
amarillas, rojas y moradas)?
No te acerques demasiado a la verdad.
Vive con una figura
de seres invisibles que moran sobre el sol,
libres, indiferentes a la necesidad y al hambre.
Una esfera
Le entrega al cacique la cabeza de un enemigo
al que sorprendió en los matorrales junto al arroyo
y alzó con su lanza. Un explorador
del poblado enemigo. Qué lástima
que no pudiera capturarlo vivo.
Entonces lo habrían puesto en el altar
y el pueblo entero habría tenido festín:
el espectáculo de matarlo despacio.
Eran gente morena y más bien menuda,
de estatura quizá no mayor de un metro cincuenta.
De ellos quedan algunas cerámicas,
aunque no conocían el torno del alfarero.
Algo más, también: en la selva tropical hallaron
una esfera de granito, inmensa, incomprensible.
¿Cómo, sin conocer el hierro, pudieron labrar el granito,
darle una forma perfectamente esférica?
¿Cuántas generaciones trabajaron en ella?
¿Qué significaba para ellos? ¿Lo contrario
de todo lo que pasa y perece? ¿De músculos, piel?
¿De las hojas que crepitan en el fuego? ¿Una alta abstracción,
más fuerte que cualquier cosa por no estar viva?
Regadera
Verde, de pie en un galpón junto a rastrillos y palas, cobra vida cuando se llena con agua del estanque, y de su boquilla cae un chorro abundante, en un gesto, lo sentimos, de caridad hacia las plantas. No es seguro, sin embargo, que la regadera habría ganado tal lugar en nuestra memoria de no ser por nuestro entrenamiento en notar las cosas. Porque, al fin y al cabo, nos han entrenado. Nuestros pintores no suelen imitar a los holandeses, aficionados al bodegón; y aun así la fotografía nos enseñó a fijarnos en el detalle, y el cine nos enseñó que los objetos, tal como aparecen en la pantalla, participan en la acción de los personajes y por eso merecen atención. Hay también museos que ocupan un sitio considerable en la imaginación y, quién sabe, quizá precisamente en esto, en aferrarnos a formas nítidamente delineadas, reside nuestra esperanza: la salvación frente a las aguas turbulentas de la nada y del caos.
Desde la ventana de mi dentista
Extraordinaria: una casa. Alta. Cercada por aire. Erguida.
En la mitad de un cielo azul.
Otoño
Catedral de mis encantamientos, viento de otoño,
envejecí dando gracias.
Helene
Aquí estamos del otro lado.
Expediciones. Dominios arrendados. Vapor que sube de las brasas.
Debe ser Helene allá, bailando en la candela.
Quizá ya sabe el secreto de la existencia particular.
Toda mi vida intenté en vano comprenderlo.
Sufriste mucho, Helene, y no dijiste nada.
Con hambre, ni siquiera pediste ayuda.
Y los hospitales, esa miseria del cuerpo que quiere amarse,
y se aborrece, llora en un pasillo mugriento.
¿Quién habría pensado, Helene, que nuestra juventud acabaría así?
El jardín ardía al sol y el verano duraba para siempre.
Luego, por largo tiempo, aprendemos a cargar lo que cargan otros.
Y a bendecir un instante si no duele.
La religión de Helene
Los domingos voy a la iglesia y rezo con los demás.
¿Quién soy yo para creerme distinta?
Basta con que no escucho lo que farfullan los curas en sus sermones.
De otro modo tendría que admitir que rechazo el sentido común.
He intentado ser hija fiel de mi Iglesia católica romana.
Rezo el Padrenuestro, el Credo y el Ave María
contra mi abominable incredulidad.
No me toca saber nada del Cielo o del Infierno.
Pero en este mundo hay demasiada fealdad y espanto.
Así que en algún lugar debe haber bondad y verdad.
Y eso quiere decir que en algún lugar debe estar Dios.
Yokimura
Una vez vi en la televisión un cementerio de no nacidos, con tumbas pequeñas sobre las que las mujeres japonesas encendían velas y dejaban flores. Por un instante me puse en el lugar de una de ellas, inclinada para depositar un ramo de crisantemos.
Hijo mío, fuiste concebido en el amor, eso es todo lo que sabré de ti.
Pudiste oír de mí el terror de la vida en la tierra, pero te fue ahorrado.
De cómo nos visita la desgracia y no entendemos por qué nosotros, únicos, debemos ser alcanzados como los demás.
Quizá habrías tenido una vida como la mía y, con los dientes apretados,
habrías cargado con tu destino por años, porque a uno le toca.
Sufriendo, pensé que tal vez tú, hijo mío, heredaste mi maldita tenacidad
y mi capacidad de engañarme a mí mismo.
Entonces sentí alivio, diciéndome que al menos estabas a salvo,
en el no-ser como en una cuna o en un capullo de seda.
¿Quién habrías sido? Cada día habría temblado por saber qué ganaba en ti:
un augurio de grandeza o de derrota, un grano mínimo basta para inclinar la balanza.
O la gratitud y el respeto de la gente, o las cuatro paredes de un amargado.
No, estoy cierto de que habrías sido fuerte y valiente, como todos los que son engendrados por amor.
Tomé una decisión, y sé que así tenía que ser, y no culpé a nadie.
Cuando muerdo un durazno, cuando miro la luna alzarse,
cuando me alegra ver los cedrales jóvenes en la montaña,
pruebo todo por ti, en tu lugar, en tu nombre.
América
Una corriente leonado-plomiza de río veloz,
adonde llegan un hombre y una mujer, llevando un yugo de bueyes,
para fundar una ciudad y plantar en su centro un árbol.
Bajo ese árbol solía sentarme al mediodía
y mirar la ribera baja del otro lado:
allí, un juncal, espadañas, una laguna invadida de lenteja de agua
brillaban como entonces, cuando aquellos dos, de nombre perdido, vivían.
No esperaba que a mí me tocara: el río, la ciudad,
aquí, y en ninguna otra parte, la banca y el árbol.
Christopher Robin
En abril de 1996 la prensa internacional llevó la noticia de la muerte, a los setenta y cinco años, de Christopher Robin Milne, inmortalizado por su padre, A. A. Milne, en Winnie-the-Pooh, como Christopher Robin.
Debo pensar de pronto en asuntos demasiado difíciles para un oso de poco seso. Nunca me he preguntado qué hay más allá del sitio donde vivimos. Yo, y Conejo, Puerquito e Ígor, con nuestro amigo Christopher Robin. Es decir, seguimos viviendo aquí, y nada cambiaba, y yo sólo comía alguito. Sólo que Christopher Robin se ausentó un momento.
Búho dice que inmediatamente más allá de nuestro jardín comienza el Tiempo, y que es un pozo hondísimo. Si caes allí, bajas y bajas, muy rápido, y nadie sabe qué te ocurre después. Me preocupó un poco que Christopher Robin cayera, pero volvió, y entonces le pregunté por el pozo. “Osito viejo”, respondió, “estuve dentro y caía, y mientras caía iba cambiando. Mis piernas se alargaron, fui una persona grande, usé pantalones hasta el suelo, me salió una barba gris, luego envejecí, me encorvé, caminé con bastón y después morí. Probablemente fue un sueño, era bastante irreal. Lo único real eras tú, osito viejo, y nuestra diversión compartida. Ahora no me iré a ninguna parte, ni aunque me llamen a merendar.
Ríos
¡Qué duraderos son los ríos! Piénsalo. Nacen fuentes en algún sitio de las montañas y brotan de la roca, se juntan en arroyo, en la corriente de un río, y el río corre por siglos, milenios. Tribus, naciones pasan, y el río sigue; y, sin embargo, no es el mismo, porque el agua no permanece: solo el lugar y el nombre persisten, metáfora de una forma permanente y de una materia cambiante. Los mismos ríos fluían por Europa cuando no existía ningún país de hoy y no se hablaban las lenguas que conocemos. En los nombres de los ríos sobreviven huellas de pueblos perdidos. Vivieron, sí, tan lejos en el tiempo que nada es seguro y los eruditos aventuran conjeturas que a otros eruditos les parecen infundadas. Ni siquiera se sabe cuántos de esos nombres son anteriores a la invasión indoeuropea, situada entre dos y tres mil años antes de Cristo. Nuestra civilización envenenó las aguas fluviales, y su contaminación adquiere un sentido emocional poderoso. Como el curso de un río es símbolo del tiempo, tendemos a pensar un tiempo envenenado. Y, sin embargo, las fuentes siguen brotando y creemos que un día el tiempo será purificado. Soy devoto de lo que fluye y quisiera confiar mis pecados a las aguas, que los lleven al mar.
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